De Sacros Imperios, Monarquías Confederales y cacaos competenciales
“El Ejército desde el principio está disponible, hemos ofrecido todos los medios, hemos actuado según nos ha pedido la dirección de Emergencias. Yo ayer me alegré de que el presidente Mazón fuera consciente de la importancia de la presencia del Ejercito”. (…) “Eso nos preguntábamos. Efectivamente, los militares estaban preparados para poder intervenir pero la dirección de la emergencia corresponde a la Generalitat. Ellos entendieron y yo respeto las decisiones, no las comparto, que la UME tenía que trabajar solo en la zona de Utiel y Requena, créame que para nosotros y el propio Ejército supuso una frustración no poder trabajar en más sitios. Ayer, el presidente Mazón por suerte ya se dio cuenta de que el Ejército era absolutamente imprescindible”.
(Margarita Robles, Ministra de Defensa del Reino de España, declaraciones a RTVE el 31 de octubre de 2024 con motivo de la devastación causada por la DANA en amplias zonas de España, y especialmente en la provincia de Valencia. Según el artículo de José Luís García Nieves y Mateo L. Belarte para “Público”, publicado el 1 de noviembre).
Hace prácticamente un cuarto de siglo, servidor se encontraba finalizando lo que entonces se llamaba Licenciatura en Historia en la Universidad. Uno de los mejores profesores de la misma, el Catedrático de Historia Contemporánea Juan Pablo Fusi, nos confesó un día en clase que la España autonómica de su época (la de 2001, ¡qué no dirá de la actual!) para él era, (citando prácticamente palabras textuales hasta donde mi memoria alcanza) “más que federal, confederal”. Razón no le faltaba al erudito profesor. De vez en cuando contemplamos con sorna cuando alguna voz iluminada, ora desde la pseudoizquierda oficial ora desde el separatismo, arguye que es precisa “una reforma de la Constitución en clave federal”. Como si el supuesto Federalismo por venir, superando aún el presente Estado de las Autonomías, fuese ya una suerte de repanocha y barra libre de desmadre para, siguiendo esos presupuestos ideológicos, los pobres pueblos ibéricos oprimidos por la cárcel estatal. Entonces, esbozando una media sonrisa, siempre recuerdo aquellas palabras del viejo profesor. La situación en España hoy es tal que implantar un sistema federal canónico y sensu stricto conduciría ni más ni menos que a una recentralización de competencias, mecanismos de Gobierno y a un fortalecimiento del Estado. Díganles ustedes a la República Federal alemana, a la República Federal de los EE.UU. o a la Federación Rusa, por poner tres ejemplos de Federaciones, que sus Estados federados tengan embajadas en el extranjero, que la lengua común no se hable en el Parlamento de la nación o no aparezca siempre en el rotulado de las calles en todo el territorio de la Federación, a ver qué les responden. Ni que decir tiene, ¡oh dolor! que el Gobierno de un Estado federado se niegue u obstaculice la intervención del Ejército tras un desastre natural. Sea como fuere, hoy no vengo a hablar de federaciones, sino de confederaciones.
Tras el Estado centralizado, que podríamos definir como “Modelo 1”, la Federación y la Confederación supondrían los “Modelos 2 y 3” en la descentralización del Estado. En ningún caso podría existir ningún “Modelo 4” , ya que éste supondría, en todo caso, la disgregación final en una pléyade de microestados totalmente independientes. Mientras que la federación podríamos definirla, grosso modo, como un ente político compuesto de varios estados (o delegaciones, en el caso de las organizaciones políticas y sindicales, por ejemplo) federados y en teoría leales al Gobierno Federal, la confederación por otra parte pondría el foco precisamente en aquellas piezas separadas, diferentes, disarmónicas. Éstas, acuciadas por su propia pequeñez, decidirían más o menos libremente (habitualmente haciendo uso de la libertad más acuciante, la de querer sobrevivir, rodeados por Estados más coherentes, grandes y poderosos) la puesta en común de algunos pocos instrumentos de Gobierno: habitualmente Defensa, Política Exterior, representaciones deportivas, culturales y diplomáticas, y poco más.
En el Pasado y Presente de las formas de organización política humana, cierto es, en ocasiones se han establecido regímenes estatales confederales. No muchos, pero los hay. Digo no muchos, porque el Confederalismo es más propio de la Jefatura como estadio de desarrollo sociopolítico que del Estado. Así nos encontramos con Viriato, líder de la Confederación Lusitana; con Numancia como cabeza de la Confederación Celtíbera; con la Confederación Cuada, la Confederación Sueva, la Confederación Marcomana o la Confederación Sioux; las cinco primeras contra Roma, la sexta contra los EE.UU. Dicho de otro modo: su esencia histórica suele ser la unión contra un enemigo común, habitualmente superior. Pero sí, efectivamente también existen algunos pocos Estados confederales.
El primer ejemplo que se nos viene a la cabeza no es otro que la Confederación Helvética, léase Suiza. Se trata de un Estado sin lengua común y dividido en una veintena de cantones y seis semicantones cuya razón de ser es, precisamente, la división lingüística. Ésta viene originada por la orografía alpina: el Determinismo Geográfico de que en cada valle, desunido, se impuso históricamente una de las cuatro lenguas oficiales. Dejaremos a un lado (que ya es mucho dejar) el rol internacional de Suiza como depósito bancario y lavadero de todo tipo de bienes, servicios y operaciones financieras, de todo aquel origen y objetivo que podamos imaginar. A través de este caso práctico aprendemos además que no existe diferencia entre Confederalismo y Cantonalismo. Y de las andanzas de éste en la España decimonónica, sirviendo para poco más que de quinta columna contra la I República, en pinza con el Carlismo y las fuerzas más reaccionarias de nuestra nación, nos da buena cuenta un avezado observador europeo contemporáneo de aquellos hechos. Me refiero, nada menos, que a Friedrich Engels y su artículo de 1873 “Los bakuninistas en acción”. No me hagan caso a mí; léanlo a él. Pero sobre ello volveremos en mejor ocasión.
Abandonamos a Engels pero no a su patria; y es que el mejor ejemplo de Confederación en una entidad estatal en Occidente tuvo lugar en el solar de lo que hoy conocemos como Alemania (y no sólo, ya que era un territorio mucho más extenso) durante prácticamente un Milenio completo. ¡Y no sólo se trató de un Estado, sino nada menos que de un Imperio Confederal!. Me refiero, como no puede ser de otra manera, al Sacro Imperio Romano Germánico. Quizás les suene algo más si les digo que se trata del I Reich alemán, recibiendo su Emperador el título de Kaiser, que no es otra cosa que la transliteración a la pronunciación alemana del vocablo latino Caesar. Y sí, efectivamente tras él habrían de venir otros dos Reich, acaso más famosos en novelas y películas.
El Sacro Imperio (en lo sucesivo, S.I.R.G.) emerge de la división del Imperio Carolingio entre los nietos de Carlomagno en el Tratado de Verdún (843). Éste, coronado emperador en la Nochebuena del 800 por el Papa León III, había dirigido el primer Imperio cristiano en Occidente desde la caída del Imperio Romano occidental (476). Con la división de las cenizas del Imperio entre sus nietos, la parte más oriental evolucionó hasta que Otón I estuvo en condiciones de recibir el título de Emperador de manos del Papa Juan XII en el 962. Casi mil años después, como decíamos, un Napoléón Bonaparte que no quería más emperador en suelo europeo que él mismo, abolió el título en 1806 tras una serie de victorias militares contra el rey de Austria, Francisco II, de iure último Kaiser del I Reich. En realidad, éste debió respirar aliviado al renunciar a un título que ya no significaba nada excepto gasto en boatos y ceremoniales anacrónicos y absurdos.
Durante casi un Milenio de Historia, el S.I.R.G. formó una de las estructuras estatales más estrambóticas que se recuerdan. Dividido en una pléyade de más de doscientos microestados, reinos (cada uno con su propia familia real propia…), principados, condados, marcas, ciudades libres, etc… siempre supuso, a excepción de algunos pocos momentos del Medievo, un gigantesco armatoste ilógico y sin alma. Prácticamente todo Centroeuropa, desde los Países Bajos y Polonia hasta Italia Central, estuvo de iure bajo su mando. De facto, sin embargo, la realidad era muy otra. La auctoritas religiosa pronto pasó a quedar supeditada al Vaticano, no sin diversos problemas de raigambre muy medieval, como la Querella de las Investiduras o el Cisma de Occidente. A nivel interno, cada microestado y principado siempre tuvo una libertad casi total para comerciar, guerrear o establecer relaciones diplomáticas entre sí o con entidades externas. Reinos importantes, como Austria, combinaban amplios territorios tanto dentro como fuera del Imperio en un mosaico difícil de comprender. A nivel social, el Emperador se limitó a mantener el Feudalismo y la sociedad estamental, mientras existía un mosaico lingüístico sin más lengua común que el latín (y a veces el francés) en la Corte y entre los estamentos privilegiados, hablando y escribiendo sus súbditos mil y una lenguas diferentes, desde el alemán al italiano pasando por el neerlandés, el checo o el polaco, entre muchos otros. En el plano económico, cada principado mantenía su propio sistema de pesos y medidas, alianzas propias como la Hansa entre los puertos bálticos (que incluían asimismo a ciudades suecas, finesas, lituanas, etc…). En suma, todo un galimatías donde cada uno realizaba la guerra (o la paz) por su cuenta.
Para colmo, nuestro Reich confederal ni siquiera se regía mediante una Monarquía hereditaria. Siguiendo las tradiciones de las antiguas jefaturas (decíamos más arriba que ésta es el “ecosistema” propio de la Confederación….) guerreras germánicas, una Monarquía Electiva. Los líderes de los siete territorios principales del S.I.R.G. (tres obispos, un rey, un conde, un duque y un margrave, similar a nuestro marqués) que recibían por derecho de cuna el noble título de Elector del Imperio. Estos personajes, en realidad el más alto estrato de la aristocracia (equivalentes a lo que nosotros denominaríamos los “Grandes de España”) se reunían tras la muerte de un Kaiser para elegir al siguiente. La elección, habitualmente, no se otorgaba sino a aquel candidato capaz de poner encima de la mesa una suma mayor para comprar a los distinguidos Electores. Dos reyes de Castilla resumen perfectamente el ejemplo: Alfonso X el Sabio, quien lo intentó sin éxito en el siglo XIII, y con mayor fortuna, nuestro Carlos I. Elegido y proclamado como Karl V (lo conocerán mejor sin duda por “Carlos I de España y V de Alemania”) en 1519, las fabulosas sumas que sacó de Castilla para comprar voluntades “electoras” en Centroeuropa provocaron en nuestro suelo nada menos que la Revuelta de las Comunidades, aunque ésta es otra historia. Y quizás fuese Carlos V el último gran Kaiser del S.I.R.G. en toda su Historia- Ante la Reforma luterana, intentó primero la paz mediante el Concilio de Trento, y finalmente, las primeras guerras de religión entre católicos y protestantes (de las cuales conservamos, por ejemplo, el magnífico cuadro de Tiziano “Carlos V en Mülhberg”, no dejen de visitarlo en el Museo del Prado). Pero la Paz de Augsburgo (1555), firmada un año antes de su abdicación y retirada al Monasterio de Yuste, ya testimoniaba la poca autoridad del Emperador: “eius regio cuius religio”, que cada Estado tenga la religión de su gobernante particular, sin que el Kaiser pueda imponer su voluntad. Un siglo después, en 1648, la Paz de Westfalia consagraba el triunfo protestante y, con ello, el despegue del Estado-nación y la irrelevancia del S.I.R.G. en la política internacional (lo que hoy ha pasado a llamarse de un día para otro “Geopolítica”) europea. A día de hoy se sigue debatiendo si aún vivimos en el Modelo de Westfalia o no. Pero estas consideraciones nos llevarían lejos.
En suma: una Monarquía confederal débil, un Centro prácticamente inexistente, una periferia de señores feudales incluso hereditarios sosteniendo las riendas del poder de facto, microestados con políticas propias incluso en el plano internacional, aduanas internas, sistemas fiscales diferentes, etc… ¿es el Sacro Imperio el espejo donde mirarnos?. ¿Es la España confederal y de facto cantonal donde vivimos, una suerte de Sacro Imperio Romano Hispánico? ¿es de recibo que un Gobierno regional imponga, condicione o coarte el despliegue del Ejército español en su propio territorio para atender a medio millón de personas víctimas de una terrible catástrofe natural, nada menos que en los mismísimos arrabales de la tercera ciudad de la nación?. ¿Se repite siempre la Historia dos veces, como dijera Marx en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, la primera como tragedia y la segunda como farsa?. Por nuestro bien y el de nuestra patria, esperemos que no.
Muy interesante y muy bien explicado.