1 de mayo: lo que nos contaban era verdad
Aquella película irrepetible de Fernando León de Aranoa, “Los lunes al sol”, nos regaló un puñado de escenas imborrables. En una de ellas, uno de los trabajadores cuenta a sus compañeros una antigua historia rusa: “dos camaradas viejos del partido se ven y uno le dice a otro: todo lo que nos contaban del comunismo era mentira. Y el otro le responde: eso no es la peor cosa, la peor cosa es que todo lo que nos contaban del capitalismo era verdad”.
Hoy, 1 de mayo, es un buen día para recordar aquella vieja historia con moraleja. El sistema social y económico en el que vivimos sigue condenando a la penumbra absoluta a millones de personas en el mundo. Resulta difícil negarlo. En un mundo de extremos contrastes, el de la inteligencia artificial y el desarrollo científico más perfeccionado y exhaustivo de todos cuantos hemos conocido a lo largo de la Historia, abundan también la servidumbre, la miseria y la explotación.
Negarle la potencialidad transformadora a la globalización, o al propio capitalismo, sería desmentir al propio Marx: ese es el mejor pulso del Manifiesto Comunista, una crítica despiadada de la reacción, la superstición religiosa o los nacionalismos; un canto a “la razón en marcha”; la plasmación de una tremenda confianza en el conocimiento científico como instrumento emancipador y en un progreso material que supusiese la base de la emancipación humana. “Una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos”.
Retrospectivamente, podemos afirmar que buena parte del progreso de la humanidad no se ha producido sólo por el innegable desarrollo de las fuerzas productivas, sino también por la organización de un movimiento obrero sin el que no se entiende nuestro paisaje social y normativo compartido. Al contrario de lo que sostienen los fundamentalistas de mercado, ninguna de las conquistas de nuestro tiempo es entendible si obviamos la organización de los trabajadores, los procesos revolucionarios, las huelgas y todo un conjunto de profundas transformaciones provocadas y conquistadas a lo largo de la Historia.
Por poner un ejemplo simple, sería inverosímil que hoy pudiéramos hablar de un Estatuto de los Trabajadores como el que rige las relaciones laborales en España, sobre la insuficiencia de la última reforma laboral o sobre la necesaria reversión de políticas neoliberales implementadas por los gobiernos del PSOE y del PP si siguiéramos en el marco del liberalismo decimonónico, de un capitalismo profundamente antidemocrático. Los derechos laborales no son una concesión graciosa del cielo ni fruto de ninguna carta otorgada por “reyes, dioses o tribunos”. Son producto de los sacrificios, de las muertes también, de la sangre derramada por tantas personas que vivieron sus días sin derechos de ningún tipo, sometidas, con una dignidad teórica jamás cristalizada en ley ni constitución alguna. Cuando hoy algunos torpes populistas desprecian el tiempo de la Transición democrática, con todas sus imperfecciones y carencias, desmerecen injustamente las luchas que desembocaron en las conquistas sociales y democráticas de las que disfrutamos en nuestro presente.
Si ninguna de ellas responde a una evolución natural de las cosas, de la misma manera sería erróneo pensar que resultan inamovibles o eternas. Los tiempos han cambiado y la correlación de fuerzas, también. El movimiento obrero organizado se ha debilitado profundamente y, de igual manera, lo han hecho los partidos de izquierda y los sindicatos de clase. Aquel mundo, el que se decantó después de la Segunda Guerra Mundial y el que se asentó sobre un consenso socialdemócrata-keynesiano, en un contexto productivo fordista dentro de unas coordenadas espacio-temporales en las que el Estado-nación era el escenario indiscutible de referencia, ha dejado de existir. Aquel capitalismo fuertemente intervenido, con un movimiento obrero organizado y potente, en un contexto geopolítico de inequívoca presión por parte de los sistemas de socialismo real sobre el mundo capitalista – hasta el desplome de los mismos sobre cimientos de contradicciones profundas, de una innegable represión y un brutal autoritarismo -, ha dejado paso a otro bien distinto: un capitalismo global en el que la economía con frecuencia impone sus reglas sobre una política democrática incapaz de encontrar instrumentos de soberanía popular suficientes para embridar realidades como las concentraciones de capital o la economía financiera especulativa. El resultado son sociedades sangrantemente injustas y desiguales en las que cientos de miles de seres humanos jamás llegan a ser ciudadanos de pleno derecho. Ni libres, ni iguales ni fraternos.
Las contradicciones que ese sistema ha generado se observan también en las relaciones laborales. El fenómeno de la uberización penetró en ellas profundamente, desplazando la clásica esfera de protección laboral a un ámbito más bien propio del derecho privado, donde el trabajador ve sepultado sus derechos por una ficticia “autonomía de la voluntad”, traducida en la práctica en la triste sustitución de la negociación colectiva por la imposición unilateral de condiciones paupérrimas. El retrato de Ken Loach en “Sorry we missed you” sigue siendo preciso: un trabajador ungido como supuesto emprendedor, embarcado en una situación de precariedad y explotación lacerantes. Un trabajador formal y tecnológicamente conectado, pero material y humanamente aislado, que compite con otros, en una carrera suicida y cruel hacia ninguna parte. La conciencia y la acción colectivas se difuminan en un marco profundamente individualista y descarnadamente competitivo. Que semejante modelo haya sido conceptualizado como economía colaborativa es tan paradójico como macabro.
En los tiempos que corren, es habitual que todas las reivindicaciones devengan en un folclore identitario hueco, autorreferencial y narcisista. Las políticas de la identidad han sido celebradas y asumidas por el sentido común neoliberal, por cuanto resultan fácilmente absorbibles y neutralizables por el modelo socioeconómico de referencia. Con el 1 de mayo, la estrategia ha sido ligeramente distinta, pero igualmente efectiva: manifestaciones cada vez más vacías, nostalgia, melancolía y olvido.
Con el añejo pacto capital-trabajo maltrecho y una brecha entre ambas realidades cada vez más profunda, la receta no puede consistir en resignarnos ni entregarnos a una arqueología de los recuerdos, tan estéril como paralizante. Nos interpela el presente y, sobre todo, el futuro. Aquel al que debemos aspirar sin renuncias, en el que la precariedad, la explotación, los salarios de miseria o los sangrantes índices de accidentes de trabajo no sean el pan nuestro de cada día. Por ese mañana, más digno, justo y democrático, merece la pena seguir tomando partido.